En la vastedad de la pampa, éramos una horda de almas intrépidas, alrededor de 50 ciclistas provenientes de rincones diversos como Mar del Plata, Balcarce y Tandil. Nos congregábamos con un único propósito: enfrentar una epopeya sobre dos ruedas, rumbo a Uspallata-Mendoza. El desafío nos aguardaba en la vuelta de la ruta vieja, desde Villavicencio hasta la reserva, con la promesa de un viaje cargado de emoción y paisajes que te sacudían hasta el último rincón del corazón. El coloso Aconcagua se alzaba en el horizonte, una silueta imponente que nos acompañaría durante toda la travesía.
La ruta se extendía como un campo de batalla, 112 kilómetros de pura lucha con una altimetría acumulada de 1500 metros. Un terreno caprichoso donde el clima nos retaba, elevándonos desde los 2000 metros hasta casi los 3000, donde el aire se volvía más fino y el viento nos acariciaba con la esencia de la aventura. Desnudábamos capas de ropa por el calor, solo para volver a abrigarnos al acercarnos a las nubes, con el termómetro marcando 35 grados mientras apuntábamos a la capital mendocina.
El camino se tornaba hostil, con serrucho y arena que desafiaban nuestra constancia. No había ritmo constante; era una pelea interna en cada pedalada. Cada obstáculo, cada subida, era una prueba que ponía a prueba nuestros límites.
La batalla era intensa, cada pedalada una victoria contra el terreno, pero en el tramo final, cuando las fuerzas flaqueaban y la cumbre se volvía un sueño cada vez más esquivo, Juan, uno de los cicloturistas, sacó de una caja especial, la famosa celeste y blanca, nuestra bandera, la que nos representa en cada pedalada, la que nos ilumina en cada madrugada. Con el hermoso bordado del Sol de mayo, la bandera argentina ondeaba con orgullo en medio del esfuerzo colectivo. Fue pura emoción, pura adrenalina y lágrimas que nos hicieron apretar con más fuerza esos pedales, llevándonos al punto más alto que ansiábamos alcanzar.
Alcanzar la cima era una emoción indescriptible, una mezcla de incredulidad y alegría desbordante. La bajada, eterna y emocionante, desataba la adrenalina, un torrente de sensaciones que solo el corazón de un cicloturista podía comprender. Varios se graduaron ese día, superando no solo los 100 kilómetros, sino también desafiando la altimetría acumulada como auténticos guerreros de la ruta. Las felicitaciones resonaban como un eco en el vasto paisaje, un tributo merecido a la experiencia y valentía compartidas.
El segundo día, como un postre de campo, navegábamos por las bicisendas de Mendoza, una delicia que nos guiaba hacia las famosas termas de Cacheuta. Pinchaduras, sí, producto de una parada estratégica en un pastizal espinado para el desayuno. Pero claro, eso también era parte del ser cicloturista, adaptarse y seguir pedaleando.
Las termas ofrecían un descanso reparador para el cuerpo y un bálsamo para el alma, rodeados de paisajes mendocinos que parecían sacados de un lienzo. Y el hostel en Uspallata, un refugio soñado, nos envolvía en su calidez, con instalaciones que combinaban comodidad y belleza. Fue más que lindo; fue una experiencia campera que nos dejó marcados por siempre, una página de nuestras vidas escrita entre pedales y paisajes majestuosos.
Y mientras nos desafiábamos en cada pedalada, también nos deleitábamos con banquetes que merecían un lugar en la historia culinaria de nuestras travesías. Empanadas fritas de vizcacha al escabeche, de morcilla y porcheta nos daban la bienvenida al campamento. Otro día nos rendíamos ante la tentación de tacos de carne asada con parmesano, seguidos por la explosión de sabores de pizzas caseras integrales con variados gustos. Para recuperar energías, una suculenta picada de las dinas con quesos caseros se convertía en el bálsamo perfecto.
Y, como broche de oro, el cierre final nos aguardaba con la exquisitez de chivos a la estaca acompañados por frescas ensaladas, mientras degustábamos el auténtico sabor de la Chanfania. Siempre endulzando nuestras jornadas, los budines, pastafloras y la tarta de coco del Chef Laureano se convertían en la culminación perfecta para nuestras hazañas sobre ruedas. Así, entre pedales y platos inolvidables, tejíamos memorias que iban más allá de la ruta, marcando este viaje como una experiencia completa para todos los sentidos.